Perfeccioné el arte de tener el corazón roto a los ocho años. Como cualquier niña que creció con películas como ‘She’s all that’ y ‘10 cosas que odio de ti’, la regla número uno en el amor era nunca revelar que estabas enamorada hasta que la otra persona lo confesara primero. Se nos permitía escribir su nombre con el nuestro una cantidad ridícula de veces en la parte de atrás del cuaderno de matemáticas y pasar toda la tarde mirando el número telefónico de su casa, anotado en la libreta del colegio.
Los viernes en la noche eran los días en donde podíamos fantasear hasta tarde acerca del momento en que por fin se nos declarara, actualizando Facebook constantemente para saber si estaba conectado al mismo tiempo que nosotras. Esto es, hasta que te confiesan que están enamorados de tu mejor amiga.
La cosa de haber crecido con comedias románticas, es que inevitablemente llegará la parte en la que nos hieren, antes de que todo sea perfecto de nuevo. Y yo disfrutaba mucho de ese dolor, la representación y el drama de ello. Así, a mi corta edad de ocho años ya comenzaba a romantizar la pena y la privación como una parte intrínseca del amor, como si fuera un camino que tuviera que recorrer para ser amada por esa única persona, porque querer algo con mucha intensidad tenía que ser suficiente, ¿cierto?
Años pasaron y mi amor por el amor se consolidó. En primero medio encontré mi nueva fascinación: un chico al que llamaremos Fernando. Mi primera y más importante regla sobre nunca confesar mi amor, se esfumó con el primer sabor de adrenalina cuando me declaré a Fernando a través de una carta. Y al igual que cuando tenía ocho años, el rechazo me dolió exquisitamente. Es fácil estar enamorado a través de un velo que nadie toca.
A los dieciocho años, mis amores fallidos me pasaron la cuenta. Ojalá hubiera sabido cómo se manifestaría en el futuro ese dolor alguna vez codiciado, a través de inseguridades y la búsqueda constante de validación masculina. Absorbemos tantas cosas a medida que pasan los años y no vemos su crecimiento hasta que nos brotan encima.
Querer a base de idealizaciones, enamorarse de mejores amigos, declararse y ser rechazada, el gran estallido de la burbuja en la que vivía…lo había experimentado todo. Sin embargo, como la romántica sin remedio que soy, mi llegada a la universidad fue optimista. Había dejado atrás a mi ciudad natal y estaba dispuesta a que me volvieran a hacer daño si eso significaba que podía amar.
Fue entonces que conocí a Tomás, el hombre aparentemente perfecto para mí. Y de repente, yo le gustaba a él. Entonces, mi corazón analítico se preguntaba: ¿Me había pasado esto antes? ¿Siempre había sido así de fácil?, no lo podía recordar. Sin embargo, años de amores a medias dieron sus frutos cuando yo lo rechacé a él. Me había convertido en la persona por la que siempre había llorado. Todavía no entiendo lo que me pasó, tal vez estaba acostumbrada a estar triste por un hombre y no pude reconocer la sensación de estar en paz, quizá no quería exponerme a una autentica vulnerabilidad, no lo sé.
Ya han pasado casi dos años de pandemia y estoy por cumplir veintiún años. Ahora miro esas anécdotas con cariño y un poco de pena. Me gustaría haber cancelado menos juntas con amigas por salir con chicos y, en ocasiones, me hubiese gustado esforzarme más. Haber sido más amable conmigo. Haber escuchado a mi mamá. Pero la experiencia será para siempre mía y la romántica empedernida que hay en mí piensa que al menos, para la próxima, ahora lo sé.
Antonia Reyes,
Estudiante de tercer año de Psicología de la Universidad Adolfo Ibáñez.