Desde niña me ha gustado viajar. Al comienzo lo hacía sólo de manera imaginaria, es decir, a través del mundo de la fantasía generalmente inspirada en un buen relato, una lectura entretenida o una buena película. Mis primeros recuerdos asociados con viajes reales están indisolublemente vinculados con mis padres. Ellos viajaban al extranjero por razones de trabajo de mi padre, cuando en nuestro país no era muy habitual ya que era más caro y más difícil que en estos tiempos. Es así como tengo grandes momentos acumulados en mi memoria asociados a estas salidas.
Eran días especiales en que íbamos al aeropuerto de Cerrillos a despedirlos, lo que en sí mismo ya constituía toda una aventura para mí. Mi madre se vestía muy elegante: Traje de dos piezas, tacos altos y siempre llevaba con ella un néccesaire en sus manos. Es que era todo un acontecimiento, en parte porque los aviones tenían mucho menos autonomía de vuelo y había que hacer una escala con alojamiento en algún país relativamente cercano antes de poder llegar al destino final. Todas esas complicaciones parecían darle un sentido más misterioso a esas travesías. Cuando el avión remontaba el vuelo, yo solía imaginar cómo sería ese otro mundo que los esperaba.
La vuelta era lo mejor. Me parecía mágico cuando se abrían las maletas y surgían lápices con barquitos que navegaban al menor movimiento, pequeñas muñecas vestidas con algún traje típico o gomas de borrar de colores que yo exhibía al día siguiente orgullosa en el colegio. Eran regalos simples pero llenos de cariño y muy novedosos para nuestros ojos infantiles.
Con los años comenzamos a viajar mis hermanos y yo motivados y financiados inicialmente por mi padre que lo consideraba parte importante de nuestra formación. Estos viajes muy aislados en el tiempo, implicaban una gran preparación y emoción. Salir de Chile era un sueño hecho realidad. Asimismo viajar por Chile se transformó en la actividad recurrente de todas mis vacaciones de verano.
Fue probablemente por eso que, al transformarme en adulta hice del viaje una parte muy importante de mi vida. En efecto, moverme para mí es fundamental. No importa dónde vaya ni por cuanto tiempo aun cuando ciertamente tengo destinos preferidos y ahora viajo más corto que antes, pero el sólo hecho de planear un viaje ya me hace feliz. ¿Por qué? Las razones han ido variando. Al principio era la magia del viaje lo que me motivaba, el cambio en la rutina, el descanso la perspectiva de algo nuevo.
Con el paso de los años me he dado cuenta de que hay algo más. Es la posibilidad de detenerme, de pensar, de mirar y mirarme con ojos nuevos. El entender que más allá de mi pequeño mundo hay muchos otros, que hay muchísimo por aprender, por disfrutar por entender, por valorar.
Pero tal vez la razón más importante sea que con los viajes he aprendido que todos los seres humanos somos iguales y que la vida de algún modo es un viaje y que mientras mejor la vivamos, mejores seres humanos y más felices seremos.