Sobrevolamos la pista del aeropuerto de Aurora en Ciudad de Guatemala. De pronto y a pocos pies de altura, la piloto rechaza el aterrizaje y empina la nariz al cielo, buscando un segundo intento. “El procedimiento de aproximación resultó frustrado por la turbulencia ambiente”, informa una tripulante de voz maternal por los parlantes. Intento evadir los nervios pensando en que la turbulencia es como el porno: es difícil entenderla, pero se reconoce al sentirla en las nubes ascendentes de este cielo violento.
Pienso ahora en algo menos banal: La atmósfera es muy eficiente en mezclar las masas de aire, lo que hace que en un año cualquier contaminante esté relativamente distribuido en la atmósfera planetaria. Es precisamente ello lo que explica por qué el cambio climático es un problema global: sea una vieja usina en Coronel o una chimenea humeante en la China comunista, todos esos gases terminan mezclándose en el aire que respiramos. Las ruedas tocan la pista, estamos al fin en tierra.
Antigua es el corazón devoto de este país. Es de las ciudades más longevas de América y donde aún se siente el latido maya entre los adoquines coloniales. La Cooperación española nos convoca a definir estrategias de adaptación, como parte de los objetivos de desarrollo sostenibles identificados en 2015 por Naciones Unidas. Es aquí donde funcionarios y académicos examinamos los impactos del cambio climático en las costas de América Latina y el Caribe, lejos del glamour con que ha irrumpido el tema desde que decidimos hacer la COP 25. Tal vez lo único que tenemos en común en este grupo es el idioma. Las costas de los 17 países convocados son, en contraste, muy diferentes… desde la desembocadura del Amazonas a los farellones endemoniados del norte de Iquique, encontramos manglares, fiordos y playas de arena rubia. La gobernanza de la zona costera es también disímil pero definitivamente espinosa en todas estas naciones, lo que suma complejidad al problema.
Aunque suene chauvinista, Chile tiene a lo menos cuatro particularidades que lo convierten en un laboratorio oceánico: a) Sus costas cortan en forma latitudinal varios climas, b) entre la cordillera y la fosa marina se desarrollan las mayores pendientes del orbe, c) gozamos de ser de los países más sísmicos y d) contamos con alrededor de cien mil kilómetros de costa (dos y media vueltas a la tierra) que colindan con el mal portado Océano Pacífico. Juan Carlos Castilla diría aquí que Chile es ancho, azul y profundo; no sólo una “angosta y larga faja de tierra”.
El cambio climático nos trae sorpresas en el país: las aguas costeras se están enfriando debido al aumento de los vientos, lo que probablemente aumente la productividad pesquera si antes no nos cargamos todo esa cadena trófica. El nivel del mar, por su parte, no siempre aumenta como sugiere la intuición. Ello, porque la tierra se mueve varios metros durante un terremoto y ese efecto es mucho más dramático que el derivado del cambio climático. Sabemos eso sí que la frecuencia e intensidad de las marejadas se ha incrementado, lo que coincide con la creencia de que los eventos extremos aumentarán a escala global.
Bajo la tutela de Alexandra Toimil, miembro del Instituto de Hidráulica de Cantabria, e Iñigo Losada, catedrático de la Universidad de Cantabria, pensamos en qué estrategias debieran impulsar los países para adaptar los sistemas costeros a un futuro poco previsible. Discutimos sobre una guía de buenas prácticas y sobre las realidades locales. La tarea no es fácil, porque nunca otra generación enfrentó un problema como este. Nunca otra generación plastificó las estanterías y quiso tragarse el mundo. Todos estos cambios, señoras y señores, son de nuestra responsabilidad. Es hora de enmendar.
Por Patricio Winckler
Ingeniero Civil Oceánico
Miembro e investigador de COSTAR