Viento fuertísimo. Las gotas atacan casi paralelas al mar. El altavoz anuncia en japonés, inglés y chino que hay retornar a las butacas y mantener cinturones abrochados pues se viene una navegación movida. No hay nada que temer – sin embargo – en este país precautorio; más riesgo se corre en una micro local por la Avenida España a cien kilómetros por hora.
La bahía de Osaka se ubica en el extremo oriental del mar interior de Seto, donde también se emplazan Kobe, Hiroshima y otras ciudades menores. Este ferry conecta el aeropuerto internacional de Kansai (KIX es su acrónimo pegajoso) con el de Kobe, ambos construidos sobre terrenos ganados al mar. Japón se funda en una violenta geografía de montes verdes y rellenos aluviales, gran parte de los cuales están soterrados bajo la trama urbana.
En las grandes conurbaciones niponas, los terrenos reclamados al mar albergan también puertos, zonas de inmobiliarias, terminales pesqueros e incluso ahora, la futura ciudad olímpica de Tokyo. Es en suma, un territorio vulnerable ante tifones, terremotos y tsunamis. Justamente esa la explicación de este viaje relámpago a Kyoto, la antigua capital del imperio, y cuna donde en 1997 nació el protocolo cuyo objetivo es reducir las emisiones de gases de efecto invernadero que calientan a nuestro peñón.
En un auditorio inspirado en la arquitectura japonesa tradicional, expositores de todo el orbe intercambian ideas para prevenir los desastres mal llamados naturales (pues el humano no es inocente de su génesis). Con discursos engolados, burócratas e investigadores concuerdan en que las ciencias sociales deben participar más activamente en la investigación sobre desastres, otrora gobernada por ingenieros y tecnócratas, entre los que me incluyo. Desde las butacas elegantes se habla de gobernanza, de diseño y desafíos, de mitigación y adaptación ante los cambios en la naturaleza que ya se hacen notorios. A ratos caigo en estado de somnolencia ante la falta de palabras que me suenen más que una manifestación de intenciones diplomáticas.
Memoria, Narración & Conexión
A decenas de kilómetros al suroeste, visitamos el Disaster Reduction and Human Renovation Institution, donde el panorama es diametralmente opuesto. Este centro se orienta a enseñar sobre desastres naturales con peras y manzanas. Como bien dice Gonzalo, “la memoria, la narración y la conexión con el conocimiento local son el núcleo de este museo y no solo una adición a la educación sobre las amenazas naturales, los riesgos y la reducción de desastres”.
Un adorable voluntario de 82 años, Makoto Kasuda, nos cuenta su recuerdo como sobreviviente del Gran Terremoto de Hanshin, el 17 de febrero de 1995, donde alrededor de 6500 personas murieron bajos los escombros de un sismo generado en una falla superficial que cruza Kobe. Los voluntarios, en su mayoría octogenarios, tienen la misión de comunicar a sus descendientes cómo vivir en una tierra que tiembla de cuando en vez. La sonrisa contagiosa de Makoto hace preguntarme por qué en Chile arropamos a los viejitos en vez de sacarlos a la pizarra a decir lo que tienen que decir.
Me pregunto también por qué no tenemos un museo conmemorativo del terremoto de 1960, del tsunami de 2010 o de los aluviones de Chañaral… me pregunto por qué en Japón los bosques montañeses no se tocan y preservan ese halo sagrado, cuando en nuestro sur arrasan los monocultivos de pino y eucaliptus. Tal vez el hecho de que Japón sea un conjunto de islas medio estranguladas, hace que esta gente valore su terruño.