No importa los países que hayas visitado, Myanmar es único y distinto a los demás. La antigua Birmania es el último y mejor conservado secreto de Asia. Un extraño caso de aislamiento forzoso del que apenas sale tras haber sufrido casi medio siglo de la dictadura militar más prolongada de la historia reciente. En apenas siete años, desde que en 2011 iniciase su transición a la democracia, el número de visitantes se ha multiplicado superando los tres millones anuales.
Visitar los suburbios de la mítica Yangón o descubrir los increíbles templos de Bagán no es solo una experiencia física, bien podría describirse como un viaje al pasado y al interior de uno mismo. Pese a su esperanzador y desbocado despertar al turismo, el verdadero ‘país de la sonrisa’ aún permanece imbuido de una profunda espiritualidad y conserva casi intacta su esencia, la misma que habita en el corazón de cada birmano.
Mandalay, la segunda ciudad más grande de Myanmar, es otro punto de paso imprescindible en cualquier ruta por el norte y una buena forma de comenzar a descubrir los ritos y costumbres de una población en casi su totalidad budista. A pesar de ser una ciudad mediana, sus calles polvorientas y ambiente callejero revelan el cariz rural del país.
Pero si algo abunda en Birmania son las pagodas, estructuras de maderas de varios niveles construidas con fines religiosos. De todos los tamaños, colores e incluso formas siempre encontrarás una pequeña cúpula dorada perteneciente a algún templo, hasta en la aldea más remota posible. Se dice que la mayoría de estos santuarios fueron edificados por familias ricas para mejorar su karma.
DIAMETRALMENTE OPUESTOS
“Me llamó mucho la atención observar esta especie de devoción o espiritualidad en el comportamiento y actitud de los birmanos”, nos cuenta la psicóloga chilena Susana Chauriye, quien hace un par de años tuvo la oportunidad de viajar al sudeste asiático junto a una expedición fotográfica rescatando en bellas imágenes rostros de pescadores, monjes, ancianos, mujeres y niños llenos de paz e inocencia.
Al observar la vida en los campos de arrozales o en cientos de aldeas emplazadas en los faldeos montañosos, así como en la ciudad o en los pequeños pueblos flotantes del Lago Inle, el viajero obtiene toda la riqueza que pueda buscar: cultura, paisajes, religión. Una tierra donde la gente mantiene la inocencia de un pueblo poco expuesto al mundo.
“Como occidentales nos hemos acostumbrado al ritmo acelerado de la vida, a la inmediatez, a endeudarnos – y estresarnos – para conseguir cada vez más posesiones. En cambio estas personas, siendo carentes en muchos sentidos (muchas aldeas ni siquiera tienen agua potable) se ven felices, en silencio, en paz”, reflexiona Susana Chauriye. La fotógrafa aficionada reconoce sentirse identificada por ciertos aspectos culturales de Birmania. De hecho, hasta el día de hoy se rehúsa a utilizar celular.
“No te imaginas la lucha que ha sido resistirme a estos aparatos. Es que ni siquiera podría atender tranquila si estuviera pendiente del teléfono móvil. Por el boom de las redes sociales se ha perdido el conversar cara a cara. Personalmente aún valoro tomarme un café con alguien”, destaca la terapeuta familiar, elevando por sobre todo las relaciones y los afectos, “en términos de lo que de verdad vale la pena”.
Incluso se da el tiempo de esbozar una conexión entre la actitud de las mujeres y el comportamiento de sus hijos. “Nunca se les ve con rabia, haciendo una pataleta o un berrinche. ¿En mi opinión?, sus madres están tranquilas y conectadas consigo mismas”, explica.
PUEBLOS FLOTANTES
Descubriendo otra de las joyas de la antigua Birmania, Susana navegó por el increíble Lago Inle, disfrutando del espectáculo visual brindado por los inthas, pescadores acróbatas que con el remo abrazado a una pierna, dejan las manos libres para pescar en este universo anfibio donde los mercados, templos y hasta las tomateras flotan oníricamente sobre las aguas.
Aún más cautivada se sintió la psicóloga al ver a hombres y mujeres dirigiéndose en sus embarcaciones a hacer las compras cotidianas. “Se mueven de isla en isla – relata – para comprar un día, por ejemplo, frutas y verduras. Otras ínsulas poseen verdaderos talleres artesanales que confeccionan joyas preciosas, increíbles telas de seda y aromáticos puros… todo a precios baratísimos contrario a la calidad de la materia prima y a la invaluable mano de obra de los aldeanos”.
La increíble Myanmar sigue abriéndose hacia el mundo. El carisma y paz de su gente trasciende el idioma y las costumbres. Ya son miles de turistas que, admirados por la filosofía oriental del pueblo birmano, deciden dar un vuelco a su estilo de vida occidental para centrarse, tal como dice Susana Chauriye, “en las relaciones personales y los afectos”.
Por lo pronto, podemos disfrutar del hermoso trabajo de la psicóloga que en su afición fotográfica capturó en esta joya del sudeste asiático la verdadera cara del pueblo birmano, rostros que, vestidos en los colores de la felicidad, infunden paz y armonía.