Por Isabel M. Saieg
En 1928, el Newnham y el Girton College de la Universidad de Cambridge sostuvieron dos conferencias tituladas “Mujeres y Ficción” llevadas a cabo por la novelista británica Virginia Woolf, cuyo manuscrito, en 1929, sería transcrito y adaptado, convirtiéndose años después en uno de los ensayos feministas más importantes de la historia: Una habitación propia.
Utilizando metáforas como la de Judith Shakespeare – hermana del aclamado escritor británico, quien, pese a ostentar el mismo talento de William, fue privada de recibir la misma educación y con ello la posibilidad de surgir, desperdiciando sus dones y terminando con su propia vida a corta edad –Virginia planteó la cuestión desde un punto de vista realista, valiente y muy particular.
En una crítica a la literatura desde el romanticismo hasta los inicios de la edad contemporánea, Adeline Virginia Stephen plasmó su postura respecto a la mujer como escritora de ficción en el aclamado ensayo que cuenta con no más de 160 páginas y que ha sido traducido a muchos idiomas, siendo hoy uno de los textos más influyentes del movimiento feminista.
“SE APROPIARON DEL MUNDO”
Casi un siglo después, Woolf se ve abatida pero apacible. Sosteniendo un cigarrillo encendido con los dedos de una mano y una taza de café negro con la otra, temblaba como si estuviésemos en pleno invierno. Intercambiamos palabras, pero en ningún momento supo dirigirme la mirada: estaba completamente ensimismada en algo que yo no pude entender.
“Aquellas conferencias nos brindaron la esperanza que necesitábamos – le dije -, nos hizo creer que podíamos lograrlo”. Me recalcó entre risas nerviosas, que siempre estuvo segura de que el futuro de la literatura se encontraba en nosotras, las mujeres jóvenes de las siguientes generaciones. “Tenían que surgir, teníamos que surgir. Había que vengar a todas las Judith Shakespeare que existieron en el pasado, a todos aquellos talentos increíbles que fueron reprimidos por ser mujeres, por la supremacía del hombre en una sociedad regida por el patriarcado.”
Le comenté que aún había injusticias dentro de la esfera editorial y que las autoras conformábamos no más del 35% de las publicaciones anuales alrededor del mundo. “¿Cree que algún día logremos tener las mismas oportunidades, poder surgir de la misma forma que los hombres?”
Me repitió varias veces que mi ambición juvenil la enternecía, que estaba muy ansiosa. Dijo también que no le estaba tomando el peso a lo que habíamos logrado en menos de cien años, “¿no comprendes el nivel de fuerza y poder que las mujeres jóvenes tienen hoy en día? – me preguntó -. Tomaron mis palabras y las prendieron fuego, tienen el espíritu de las guerreras que batallaron hasta morir, sin poder vencer. Ustedes nos devolvieron el triunfo. Ya no necesitan una habitación propia; ustedes se apropiaron del mundo.”
Elogiaba constantemente la forma en la que nos habíamos unido como género, en el apoyo que nos brindamos entre todas, en nuestras ganas de luchar para recuperar aquello que siempre debió haber sido nuestro.
“No hay barrera, cerradura, ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”, cité su ensayo, que había leído ya varias veces. “Hiciste lo que ninguna mujer se atrevió a hacer, te liberaste a ti misma sin permiso de nadie más; fue un acto de protesta”.
Ella asumió la superioridad de su intelecto sin pena, admitiendo que eso mismo fue lo que había terminado con ella. “Tenía los ojos muy abiertos, estaba demasiado despierta, y la extrema lucidez puede llevarte a la locura. En mi caso, aquel conocimiento acabó matándome.”
En 1941, a los 59 años, Woolf acabó con su vida llenando sus bolsillos de piedras y ahogándose en el río Ouse. Había sufrido de trastorno bipolar y depresión desde edad temprana, llegando a un punto en el que no fue capaz de soportarlo más. “Estoy segura de que me vuelvo loca de nuevo. Creo que no puedo pasar por otra de esas espantosas temporadas. Esta vez no voy a recuperarme”, declaró en la nota de suicidio que le dejó a su marido.
La tempestuosa vida y obra de Virginia Woolf nos deja un sabor agridulce. A pesar de ser una mujer tormentosa e inestable, fue una de las intelectuales más importantes del siglo XX y uno de los íconos feministas más importantes de la historia; y la habitación propia que creó para nosotras hoy recorre el mundo entero llenando espíritus femeninos de coraje y esperanza.