Formada en Artes Visuales en la Universidad de Chile y con un Máster en la Universidad Complutense de Madrid, Katerina Gutiérrez convierte el aire, la tierra, el río y la naturaleza en su paleta, desplegando un encuentro entre materia, gesto y memoria del paisaje. Sus pinturas no solo muestran el mundo que la rodea, sino que lo reconfiguran, invitando al espectador a mirar, sentir y explorar cada rincón con libertad, instinto y una fuerza que va más allá del lienzo. En su obra, la naturaleza se manifiesta como lenguaje, y cada trazo se convierte en un puente entre lo tangible y lo elemental, entre el instinto y la contemplación.
- Entrevista: Cristian Muñoz
- Fotografías cedidas por la artista
- Instagram: @katerina_gutierrez_art
Katerina Gutiérrez no pinta cuadros: captura atmósferas, hace visibles los silencios y traduce la tierra en color. Su obra se mueve en el límite de lo tangible y lo intangible, donde el gesto, la textura y el pigmento se convierten en lenguaje. Tierra de Nadie y Mascar la Tierra, sus más recientes proyectos, son territorios donde el lienzo se expande más allá de sus bordes y el aire, la tierra y la cordillera dialogan con la mirada del espectador.
Desde muy niña descubrió que dibujar no era solo un acto creativo, sino una forma de habitar el mundo. Con apenas diez años ingresó al Instituto de Arte Contemporáneo de la Plaza Mulato Gil de Castro, rodeada de un ambiente artístico y bohemio donde cruzarse en los pasillos con el pintor Francisco Smythe o el escritor Enrique Lafourcade marcaría su forma de mirar. Allí, bajo la guía de Víctor Hugo Bravo, aprendió la paciencia del óleo, el valor de la textura y la cadencia de la pintura de gran formato.
Con un Máster en Arte en Universidad Complutense de Madrid, el trabajo de la artista visual y pintora egresada de la Universidad de Chile se distingue por la exploración de la materialidad. Pigmentos minerales, tierra, cenizas, ramas y hasta partículas capturadas del aire alimentan sus lienzos. Cada elemento tiene su origen en la naturaleza, convirtiendo la pintura en un acto de presencia orgánica.
Lo que para otros es soporte, para Katerina – quien además tomó cursos de color con Eduardo Vilches, taller de arte con Eugenio Dittborn y dibujo con Wilma Hannig – se transforma en un interlocutor: el lienzo se encuentra con la tierra y el pigmento y, juntos, revelan un lenguaje ancestral que va más allá del gesto del artista.
En obras como Mascar la Tierra, las pinturas se intervienen con troncos, bloques de cemento y tierra extraída del lugar, creando un diálogo entre materialidades y evocando la geografía que las inspira. En Tierra de Nadie, los límites y fronteras se expanden, cuestionando nuestra percepción del territorio y proponiendo un encuentro profundo con la identidad y la memoria del paisaje. Su paleta —aire, tierra, río y naturaleza— no solo refleja el entorno, sino que incorpora instinto, libertad y salvajismo, fusionando investigación científica, intuición poética y un compromiso con lo elemental.
La teatralidad y la experimentación también son constantes en su obra. La cordillera invertida, la asociación con el mapudungun y la observación de la naturaleza transforman lo conocido en algo inesperado. Cada intervención, cada pigmento, cada gesto, es un llamado a reconfigurar la mirada del espectador, a desafiar la imagen convencional y a despertar resonancias ancestrales.
Su obra ha viajado por México, España, Italia y Venezuela, y cada contexto cultural ha cambiado su lectura. La pintura de Katerina se adapta y transforma según el público, manteniendo su fuerza y su capacidad de abrir diálogos entre lo físico y lo espiritual. La libertad y la resistencia, para ella, son motores creativos: crear sin concesiones al mercado ni a las normas, y permitir que la obra se exprese con autonomía, en diálogo directo con la naturaleza y el observador.
En tiempos donde la velocidad y la saturación visual predominan, Katerina Gutiérrez reclama silencio y tiempo. Sus pinturas no ofrecen respuestas, sino espacios de contemplación. Mirarlas es un acto de encuentro: con la tierra, con el aire, con la memoria del paisaje y con uno mismo. La obra se completa solo cuando quien la observa la escucha, la siente y establece su propio vínculo con ella.
¿Qué recuerdos guardas de tu infancia en la pintura?
Recuerdo que desde muy pequeña, cerca de los ocho años, ya estaba dibujando en el colegio. La profesora Patricia me alentaba, me hacía ver posibilidades que yo misma no reconocía. Gracias a ella, mi familia decidió trasladarme a Santiago para ingresar al Instituto de Arte Contemporáneo en la Plaza Mulato Gil de Castro. Allí, en un espacio completamente dedicado a la pintura, rodeada de profesores, ayudantes y otros alumnos, descubrí un mundo donde podía experimentar libremente. Pasillos llenos de arte, cruzarme con artistas como Francisco Smythe o con escritores como Enrique Lafourcade, me hicieron sentir que pertenecía a un lugar especial. Bajo la tutela de Víctor Hugo Bravo, aprendí la paciencia del óleo, la importancia del paso a paso y cómo cada veladura y empaste podía transformar una imagen. Fue un aprendizaje que marcó mi mirada para siempre, no solo sobre la pintura, sino sobre la manera de habitar el mundo.
¿Qué significa para ti trabajar con pigmentos naturales y elementos orgánicos?
A lo largo de los años de trabajo y experimentación con distintos tipos de pintura, llegó un momento en que comencé a involucrarme profundamente con la propia materialidad de la obra. Descubrí que el óleo es una de las técnicas pictóricas más antiguas, y que a lo largo de la historia del arte, la manera de extraer pigmentos y crear colores ha marcado épocas enteras y ha dado forma a distintas paletas según las tecnologías y los conocimientos disponibles. Crecer en un entorno familiar vinculado a la química —mi padre, mis tíos, vecinos— también me permitió comprender con mayor detalle los materiales y sus posibilidades.
Ese conocimiento me hizo valorar la importancia de trabajar con la materialidad que proviene directamente de la naturaleza. Para mí, esta conexión orgánica permite que la pintura hable con un lenguaje propio, honesto y auténtico. Los pigmentos, la tierra, las cenizas, las ramas y hasta el aire que incorporo no solo se convierten en elementos de la obra, sino que transmiten presencia y fuerza más allá de la intención del pintor. Así, más que ser yo quien habla a través de la pintura, es la propia materialidad la que se expresa, manifestando una verdad pura que conecta directamente con quien observa.
¿Cómo dialoga tu obra con el territorio y la memoria del paisaje?
En proyectos como Mascar la Tierra o Tierra de Nadie, busco que el territorio deje de ser solo un espacio geográfico para convertirse en paisaje. Cada fragmento de tierra, cada ceniza, cada rama es un recordatorio de nuestra relación con lo que habitamos. El paisaje es una extensión de nuestra identidad y memoria colectiva: nos permite reconocernos como parte de él, valorarlo y respetarlo. La pintura me da la posibilidad de explorar esa conexión, de mostrar los límites y fronteras de manera poética, y de invitar al espectador a reconsiderar su vínculo con la tierra y el entorno que lo rodea.
¿Qué buscas al invertir la imagen de la cordillera?
Invertir la cordillera es un gesto que busca interrumpir la mirada habitual y generar inquietud. Al cambiar la perspectiva, confrontamos nuestras certezas, cuestionamos la aceptación pasiva de la naturaleza y reflexionamos sobre los impactos ecológicos, climáticos y culturales que nos afectan. La inversión de la imagen invita a mirar de otra manera, a repensar la relación con nuestro entorno y a tomar conciencia de que podemos actuar para protegerlo, valorarlo y transformarlo desde la mirada y la acción.
¿Qué papel juega la experimentación en tu obra?
La experimentación es el núcleo de mi práctica. Desde la fabricación de pigmentos hasta la creación de nuevas técnicas, cada paso surge de la observación, la intuición y la curiosidad. Capturar pigmentos del aire, por ejemplo, fue un proceso de diez años que combinó ensayo, error y colaboración con científicos. Cada resultado inesperado o fallo aporta conocimiento; cada descubrimiento abre nuevas posibilidades. Es un proceso que mezcla ciencia y poesía, disciplina y libertad, y que convierte cada obra en un territorio de exploración constante.
¿Cómo cambia tu percepción cuando tus obras viajan al extranjero?
Es muy interesante para mí llevar las obras a distintos países, porque la lectura de cada pieza cambia según el contexto cultural en el que se encuentra. Por ejemplo, al exponer en México quería comprobar cómo se interpretaba allí lo que ya había visto en Santiago, y en Milán la obra generó un revuelo que me sorprendió por completo, diferente a cualquier otra ciudad. Cada sala, cada público, cada ciudad ofrece un diálogo único con la obra, y eso me permite descubrir nuevas capas de significado que quizás no había percibido antes.
Mostrar la obra en espacios grandes y muy convocantes, o en salas más pequeñas e independientes, siempre genera lecturas distintas. Estar en contacto con artistas y públicos tan variados me ayuda a comprender no solo cómo perciben mi trabajo, sino también cómo las diferentes culturas influyen en esa percepción. A través de esas experiencias puedo reflexionar también sobre mi propia mirada y sobre la cultura que me formó. Para cualquier artista, abrir este diálogo perceptivo y receptivo es fundamental, porque cada exposición se convierte en un aprendizaje que enriquece tanto la creación como la interpretación de la obra.
¿Qué valor tiene la libertad en tu proceso creativo?
Creo que todo acto creativo nace de la búsqueda de libertad: primero de pensamiento y luego de acción. El arte, para mí, es ese espacio donde se puede pensar, crear y ejecutar ideas de manera radical y rupturista, guiado por el instinto. Dar forma a una obra requiere tiempo, paciencia y la posibilidad de gestarla internamente, paso a paso.
Sentir esa libertad al iniciar un proyecto es fundamental, y se entrelaza con la resistencia: resistir a las expectativas, a los juicios externos, a las normas culturales que a veces intentan definir cómo debemos ser o actuar, especialmente para las mujeres. Crear desde esa libertad implica permitir que aflore la verdadera naturaleza de cada persona, sin restricciones de género ni de rol. Para mí, ese espacio de libertad es vital, incluso si conlleva costos; simplemente, no podría trabajar de otra manera
¿Qué esperas que ocurra cuando alguien observa tu pintura?
Creo que la pintura habla desde la visualidad, y cuando quien la observa logra establecer un diálogo con lo que ve, la obra cobra sentido y deja de ser un objeto vacío. Si ese encuentro permite conectar con la naturaleza o trasladar al espectador a un espacio interior más profundo, la obra ya cumple con su propósito. Que quien mira se cuestione, relacione elementos o descubra significados propios forma parte esencial del diálogo con el espectador.
Una obra abierta se completa cuando quien la contempla le otorga su sentido. Para mí es fundamental que pueda ofrecer múltiples interpretaciones y que ese encuentro sea personal e íntimo. Eso es lo que busco y espero que ocurra como artista: que la obra convoque a la reflexión, la emoción y el descubrimiento, más allá de las palabras.








